-Te quiero.
-No me quieres.
-Sí, te quiero.
-Te voy a poner una
situación: piensa que estoy en el hospital, muy grave. Me estoy muriendo,
¿vale? Bueno, pues te dicen que la única forma que tengo de sobrevivir es
muriendo tú, porque necesito tus órganos, por ejemplo. ¿Morirías tú por
salvarme a mí?
Se creó un silencio
esperado. No duró más de seis segundos.
-¿Ves? –Levantó las
cejas- ahí tienes la respuesta. No me quieres. Yo también elegiría vivir. Te
das cuenta que quieres a una persona cuando morirías por ella. No me quieres,
ni yo a ti.
Mientras le contaba esto,
él la miraba a los ojos, sin apenas pestañear. Su mente no paraba de dar
vueltas a esas palabras que acababa de decir. Sabía que de algún modo tenía
razón. Nunca la solía tener. Ella se dio la vuelta y siguió durmiendo. Se
sintió incomodo. Nunca tenían la oportunidad de dormir juntos, y él solo quería
dormir abrazado a su cintura. Meter la nariz entre su pelo. Hacerle dibujos en
la espalda. Pero ella era fría. Fría como un témpano de hielo (siempre me ha
gustado esa expresión).
Pasó un rato, no muy
largo. No muy corto. Sin tener la certeza de que ella ya estuviera durmiendo,
lo soltó:
-Si te estuvieras
muriendo, - hablaba con su espalda- y yo pudiera evitarlo, lo haría. Moriría
por ti.
Otra vez, el silencio. Ya
está dormida, pensó. Segundos después ella se dio la vuelta. Le miro a la cara.
Entraba la luz justa por la ventana como para ver su rostro borroso. Gesto
severo por ambas parte.
Aunque su cara reflejaba
más miedo que otra cosa. Él nunca tenía miedo. Por eso estaba doblemente asustado.
Ella le besó. Pero no un
beso cualquiera. Piensa en ese beso que te dio que te revolvió todas las
entrañas, que te sube una bocanada de aire hacia arriba. Un beso de verdad.
Ninguno sonreía. La beso la nariz. Y ella se recostó en su
pecho, luchando contra su orgullo. No quería enamorarse. Vaya basura el amor,
pensaba siempre. Y sin saber por qué se dijo para sí, dejarse llevar a veces es
necesario.
Y dijo susurrando al
oído:
-Abrázame.
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